Cromwell Gálvez
El cajero generoso y su delito mayor: robo por fantasía
Por Juan Manuel Robles
El protagonista de esta historia hizo que me detuvieran en la cárcel.
Él no lo recuerda, fue hace tiempo. La única vez que lo visité en la
céntrica prisión en la que lo encerraron, Cromwell Gálvez huyó de mí y
se apresuró a decir que no hablaba con la prensa. Le habían quitado la
libertad pero la fama insistía en quedársele, no podía sacársela de
encima ni dentro de los cuatro muros de una celda. Cromwell, el hombre
que había robado un banco durante años solo para poder acostarse con las
vedettes más deseables de Lima, estaba finalmente preso y las
carátulas de los diarios populares seguían poniendo su fotografía junto a
letras grandes multicolores. Yo había dado su nombre en la entrada del
penal diciendo que era su amigo, arriesgándome a lo que a veces nos
arriesgamos los reporteros: a que la persona que buscas te reciba mal.
Había guardado la esperanza de que adentro podría manejar la situación
portándome cortés, pero Cromwell Gálvez se mostró nerviosamente hostil y
dijo que solo recibía a familiares. No fue lo único que hizo. Se quejó
ante los guardias del penal y ellos le hicieron caso: me detuvieron y el
castigo consistió en dejarme cuatro horas encerrado por gracioso. No
hay nada que moleste más a un uniformado que un periodista que se hace
pasar por otra cosa. A la hora de salida, mientras avanzaba y
creía confundirme con la fila de visitantes, alguien me cogió del brazo y
me dijo: usted se queda. Me condujeron a una oficina diminuta y allí
empezó el interrogatorio. Mientras un efectivo de traje plomo tomaba mis
declaraciones, pude ver, a través de la abertura de la puerta, la
imagen del interno Cromwell Gálvez hablándole a otro oficial. Asomaban
sus ademanes de queja, una expresión de hartazgo en la mirada, cierta
indignación bajo el pelo grasiento. ¿Es que cualquier periodista entra
aquí como si nada? El oficial hacía gesto de mea culpa. Era
fácil entender que el interno tenía cierta clase de cercanía con él,
cierta llegada o conexión que atenuaba la frontera típica que hay entre
un preso y su celador. Años más tarde entendería que el motivo de tanta
amabilidad era inocente: esos oficiales eran los mismos que, un día, le
habían pedido al nuevo y simpático recluso Cromwell Gálvez que les
contara eso. Eso de las vedettes.
Y Cromwell,
sonriente, les había empezado a contar la historia que lo ha hecho
famoso. La de las chicas. De cómo robar un banco durante cinco años sin
que nadie se dé cuenta con el único móvil de inaugurar una nueva
modalidad criminal: robo por fantasía. Disparar billetes como ráfagas y
así preparar orgías suculentas. Un día eres un correcto empleado
bancario y al día siguiente una sorpresa electrónica de cinco cifras en
la pantalla de la computadora cambia tu vida. Luego tienes dinero. Lo
gastas, lo prestas, ayudas a la gente, eres bueno, te quieren. Te
acuestas con ellas, con todas las que imaginaste. Te diviertes
como un chancho. Luego te descubren, todo se va a la mierda y sales en
la prensa. En primera plana. Una historia suficientemente poderosa como
para tener de qué hablar de por vida, o, al menos, para hacer nuevos
amigos en cualquier parte, incluso en la cárcel donde te encierran y
donde un periodista sin modales te busca en pleno domingo familiar.
Cromwell le dio la mano al uniformado y subió a su celda. Los oficiales
me dejaron salir del centro penitenciario recién a las nueve de la
noche, dándome la cariñosa recomendación de no regresar por allí. Un
fuerte ruido, el ruido universal del portón de hierro de una prisión
cerrándose, fue la señal de que ya estaba en la calle. Anoté en la
libreta una frase que entonces se hizo urgente: «Mientras escribo esta historia, Cromwell Gálvez se acostumbra a la cárcel». Pasarían años antes de volver a verlo.
Sobre
la mesa, dos manos hacen la mímica de contar con los dedos un fajo
imaginario de billetes. Los dedos anular y medio de cada mano se mueven
como acariciando el aire, tan rápido que parecen las alas de un colibrí:
la carne no es materia sólida sino un holograma traslúcido. ¿Cuántos
billetes por segundo puede contar un cajero? Cromwell Gálvez descansa
las manos para pensar un momento, no está seguro de la respuesta pero
dice que todo es cuestión de práctica. También dice que los dedos
índices se usan para verificar al vuelo que cada billete sea genuino.
Vuelve a hacer el movimiento otra vez y me indica la forma correcta de
conseguirlo. El ex funcionario del banco lleva una camisa blanca. Luce
flaco y, si el lector levanta la mirada –y deja que las manos sigan
jugando a contar billetes invisibles–, verá que en sus ojos se adivina
cierta paz, la paz nostálgica usual en los que empiezan de nuevo tras
una catástrofe. Cromwell Gávez está libre. No ha cumplido su condena de
ocho años que la justicia le impuso por hurto agravado y apropiación
ilícita, pero se ha acogido a los de beneficios penitenciaros por su
buena conducta. Ahora pasa los días en el estudio de su abogado
defensor, el lugar donde le han dado un trabajo temporal digitando
escritos en una pantalla. Pasé todo el día pensando en la posibilidad de
que él tuviera algún resentimiento contra mí por violar su privacidad,
hace tres años. Pero ya no me recuerda. Al menos, no con nitidez.
—No
sé de dónde te he visto antes, flaco —dijo al entrar en la sala,
tratando de hacer memoria achicando sus intrigados ojos como quien
enfoca algo. Salí al paso:
—¿A mí?, lo dudo. Bueno, pero yo sí sé de donde te he visto.
—¿A mí?, lo dudo. Bueno, pero yo sí sé de donde te he visto.
Para
él es difícil hacer memoria. Para mí, no. He visto a este hombre
desnudo y él lo sabe. El 29 de julio de 2003, un día después de Fiestas
Patrias, el ex funcionario bancario Cromwell Gálvez llegó al clímax de
la popularidad mediática. Esa noche, un programa de televisión difundió
en vivo y en directo un video casero en el que Cromwell aparecía en la
cama con Eva María Abad, una pulposa vedette en toda moda a quien él
había beneficiado con diez mil dólares en una cuenta bancaria. El hombre
se había quitado la ropa y ahora desnudaba a la mujer. Un tercer
sujeto, apodado Coyote, completaba el trío. Todos la pasaban bien. El
material fílmico probaba lo que ya era un secreto a voces: que las
mujeres que habían recibido abonos ilícitos en sus cuentas bancarias
correspondieron la generosidad de Cromwell con sexo. Semanas más tarde,
el ex cajero se entregó finalmente a la policía y engrosó aún más la
larga lista de portadas que los tabloides habían publicado en su honor.
Ese día, un martes, recuerdo haberlo visto en televisión entregándose a
las autoridades, caminando veloz hacia la puerta de un gris juzgado de
Lima, huyendo de una comparsa de periodistas de espectáculos que lo
rodeaban como un enjambre ruidoso. Cromwell había tomado calmantes para
los nervios, su pelo delataba días de clandestinidad y sus ojeras
oscurísimas parecían las de alguien a quien acaban de despertar, con
violencia, de un sueño profundo. Eso fue lo último. Luego, tres años de
cárcel y, al cabo de esos tres años una sentencia y, luego de la
sentencia, un lector curioso que se empeña en mirar desde lejos sus
manos libres, su camisa blanca, el pelo recién lavado.
Cromwell
Gálvez no es un hombre guapo. Sus ojos caídos evidencian cierta
inseguridad antigua y el hecho de que su labio superior sobresalga
cuando cierra la boca –como el personaje de Ungenio, de Condorito–
contribuye a darle un aspecto carente de audacia, acentuado por esa raya
al costado que usó desde tiempos inmemoriales y que permaneció
inalterable incluso durante entusiasta encuentro íntimo registrado en el
casete que todos vieron. De ahí que la prensa haya vendido fácilmente
la imagen del feo sin talento que desfalcó un banco para resolver con
plata sus problemas de seducción. Pero el asunto es más complejo. Hay
algo sinceramente atractivo en la forma de ser de Cromwell: un tipo
campechano, ameno, transparente, sin poses ni ínfulas, que ama a las
mujeres como quien ama el mar, o sea, de forma natural y embelesada, sin
detenerse a pensar en los riesgos de los oleajes tormentosos. Se trata
de un hombre que irradia vibraciones positivas, de esos con los que te
da ganas de ir pronto a beber alcohol o a jugar un partido de fulbito.
No es broma. Bastan pocos días para darte cuenta de que Cromwell Gálvez
se lleva bien con todo el mundo, que nunca dejó de ser el punto medio
entre el nerd y el vivo de un salón de clases. El perfil del
hombre generoso con la casi extinta cualidad de lograr que cada favor
parezca desinteresado y sincero, inofensivo. El amigo perfecto.
Pero
volvamos a la oficina donde ha decido mostrarme la minuciosa artesanía
de contar billetes. Cromwell confiesa tener mucho tiempo libre. La calle
es dura cuando dejas la prisión, así que el ex recluso se ha propuesto
capitalizar la experiencia vivida. Negocia con una productora los
derechos de una serie de televisión sobre su vida. Está en
conversaciones con un director de cine para llevar al ecran ese cúmulo
de noches locas y excesos que ha sido la fracción de su existencia que
nos compete. Evalúa propuestas de editores para la publicación de su
libro biográfico. Recién salido de prisión, un amigo suyo sacó un diario
tabloide llamado ‘El Mañanero de Cromwell’. En cada edición, el ex
presidiario contaba los detalles de sus relaciones íntimas con vedettes:
historias edificantes para el hombre de a pie. A estas alturas, él
maneja a la perfección los atractivos de su historia, siempre sabe cómo
endulzar el relato y es conciente también de la regla de todo narrador
de cuentos: guardarse un capítulo para después. No importa todo lo que
escuches, él siempre habrá callado algo. Al ex funcionario le gustan los
relatos. En la cárcel, le permitían ver películas en dvd.
Recuerda con especial afecto ‘Una mente brillante’, la del matemático
que se vuelve esquizofrénico y ve apariciones. Le pregunto qué libros
leyó en tanto tiempo de encierro.
—No, la verdad no soy mucho de libros. Siempre me gustaron más los números.
El juego se llamaba TODI
y al funcionario del Banco Continental —uno de los más grandes de la
ciudad— le encantaba encerrarse con los amigos y las chicas a jugarlo.
Siempre tuvo una afición por los dados, esos cubitos-ruleta que ofrecían
las mismas probabilidades que el tambor de un revólver. Toma, obliga,
derecha, izquierda: TODI. El juego consistía en lanzar el dado
y, según la correspondencia numérica, hacer que los otros tomaran. Si te
salía °, tomabas tú; si te salía ° °, obligabas a tomar quien
quisieras. Si te tocaba el ° ° °, el que estaba a tu derecha debía coger
el vaso. Cromwell debía estar bien abastecido de cerveza en tales
ocasiones. Y para eso estaba Jorge Córdova, su leal sirviente, a quien
había apodado ‘Coyote’ por la afanosa celeridad con la que recorría
hasta la punta de cualquier cerro para cumplir una encomienda. Jugar TODI
solo tenía gracia cuando había chicas ahí. Era un entremés, una
distracción antes del momento de rendirse a los instintos. Él y sus
amigos se reunían en un departamento cercano a la agencia bancaria, un
piso que él le pagaba a Jorge con la condición de que poder convertirlo,
cuando le diera la gana, en su cuchitril personal para pasarla bien.
Había un dormitorio, y en el dormitorio una cama y en la cama una
frazada de leopardos tejidos. En ese cuarto –recuerda nuestro hombre– se
vivieron sesiones inolvidables con las vedettes. Cuando saltó
el escándalo, todas negaron haber estado allí. Pero Eva María Abad tuvo
mala suerte: un video casero la desmintió a nivel nacional.
Las
chicas que Cromwell recuerda en esa habitación eran populares. Podías
encontrar fotografías de sus traseros en cualquier quiosco de Lima,
colgando frescas como la más importante noticia de la mañana, sonriendo
coquetas: eran imágenes festivas que daban una ilusión de volumen y 3d a
las planas portadas de los tabloides. Las chicas también salían en la
televisión y hacían sus propios calendarios. En la página web de Eva
María Abad, aparecía una feliz y explosiva promesa: «En cuestión de
minutos transformo toda la noche en una bomba de gran diversión».
Al
estudiante de ingeniería Cromwell Gálvez siempre le gustaron los
números. Echemos un vistazo a su currículum contado por él mismo. Dice
que ingresó a trabajar en el Banco Continental de Lima el lunes 27 de
junio de 1988. Tenía veintiún años. Había sorteado satisfactoriamente un
riguroso proceso de selección: de cien postulantes quedaron cuarenta;
de cuarenta, veinte; de veinte, tres. Dos afuera, él adentro. No fue una
sorpresa. Cromwell no era un chico disperso en clases ni trajo nunca
mayores complicaciones a casa. Estuvo entre los seis mejores alumnos de
su promoción de colegio, y siempre dedicó el tiempo libre a jugar
deportes: preselección de fútbol, selección de básquet. Dice que solo
abordaba a una chica si tenía la seguridad de que esta iba a
corresponderle: la coartada típica de los tímidos. El banco buscaba un
tipo de ese perfil, y encontró en Cromwell un chico empeñoso y con
ambición, vocación de trabajo y disposición a aprender. Las cosas le
fueron bien desde el comienzo. Los tejedores de imágenes suelen hacernos
ver la función de un empleado bancario como una de las cosas más
aburridas y mecánicas que existen. Pero Cromwell dice que nunca hizo
nada que lo divirtiera tanto.
—Para mí era un juego trabajar en caja. Trataba de pasarla bien. Era el cajero que más encargos hacía dentro de la oficina.
—¿Encargos?
—Me
refiero a tareas adicionales a atender la ventanilla. No todos tienen
la capacidad de hacer encargos. Cualquiera se raya. O cierran la
ventanilla para recién atender un encargo. Yo no.
Cromwell Gálvez
describe su cerebro como una máquina compleja capaz de concentrarse en
tres cosas al mismo tiempo. Mueve los dedos de la mano derecha y
recuerda el tablero numérico en el que acostumbraba a hacer sumas y
restas mientras su cabeza miraba a otro lado. No tiene ninguna duda de
que sus destrezas lo iban a llevar lejos en el banco. Su carrera iba en
ascenso. En 1993, fue transferido a la oficina del aeropuerto. Empezar a
trabajar allí era visto en el banco como una promoción, un privilegio
reservado a los mejores empleados. En 1996, fue ascendido a Cajero Back,
o sea, con mayores accesos y atribuciones. Un año más tarde, pasa a ser
Jefe de Atención al cliente y en 1998, asume como Jefe de Gestión
Operativa. Todo iba bien, hasta el día en que Cromwell recuerda haber
recibido una sorpresa de cinco dígitos destinada a embarrar para siempre
el herrumbroso túnel de su biografía.
Fue una tarde de verano.
Al cerrar las cuentas de la agencia, aparecen treinta mil dólares de más
en la pantalla. Cromwell se extraña. Hace llamadas, le dicen que eso es
imposible, que todo ha sido cuadrado normalmente. Duda. Deja pasar los
días, trata de no pensar en eso, pero la cifra sigue allí, luminosa en
el monitor. Y entonces ocurre: decide coger los treinta mil dólares y
para camuflarlos hace un abono en una cuenta bancaria de su madre, doña
Rebeca Florián. Piensa que tomará solo mil dólares. Pero pensar eso es como cuando uno le dices a tu amigo que solo
tomarán un par de cervezas. En cuestión de meses, Cromwell se ha
gastado todo el dinero. Un año después de que la extraña cifra llegase
para perturbarle la vida, le informan lo que se temía, que hay un saldo
negativo de treinta mil dólares en la central. Ooops. Para
evitarse problemas, el funcionario extrae treinta mil dólares de la caja
y los envía a la persona que lo está molestando. ¿Listo? No, ahora hay
un forado virtual de treinta mil dólares en Caja. Cromwell trata de
calmarse. Ha trabajado diez años en el banco, es jefe de Gestión
Operativa, y es experto en resolver problemas con números que no
encajan. Así que decide actuar. Se pone a jugar con los casilleros
virtuales. En todo banco hay una cuenta virtual llamada Caja, pero
además hay otros casilleros virtuales internos. Uno se llama Teleproceso
y el otro, Remesas Interoficinas. Estas dos últimas cuentas suelen
estar en movimiento permanente, pues corresponden a transacciones
diversas y constantes de montos virtuales. Cromwell Gálvez pensó: ¿Qué
pasa si saco treinta mil dólares de Teleproceso y los abono en Caja? Así
lo hizo. Como por arte de magia, la caja estaba nuevamente en orden:
los treinta mil dólares habían vuelto. Ahora el hueco estaba en
Teleproceso. No podía dejar pasar demasiado tiempo. Decidió entonces
sacar treinta mil dólares de Remesas Interoficinas para cubrir el forado
de Teleproceso. ¿Qué hacía ahora con el hueco de Remesas
Interoficinas?, ¿es que iba a buscar otra cuenta interna de donde sacar
treinta mil dólares y luego otra y otra y así hasta el infinito? No.
—Lo que pasa es que Teleprocesos es una cuenta «bachera»
—…
—Es decir, una cuenta que se refleja el día siguiente, a diferencia de Remesas Interoficina.
—¿O sea?
—…
—Es decir, una cuenta que se refleja el día siguiente, a diferencia de Remesas Interoficina.
—¿O sea?
O
sea que cuando vinieran a hacer el control verían que la información
del día anterior de Teleprocesos. No importaba lo que hiciese, la cuenta
aparentaría estar saldada. ¿Y Remesas Interoficinas? ¿No había quedado
un hueco allí? Sí, pero Cromwell Gálvez se levantaría muy temprano, y
llenaría el hueco de Remesas Interoficinas dejando un forado en
Teleproceso. Y no importaba hacer un forado en Telprocesos, porque el
reporte que se vería en pantalla correspondería al día anterior: era una
cuenta «bachera». En cambio, Remesas Interoficina mostraba su reporte
en línea. Esta diferencia de un día en el reporte de ambas fue
fundamental. El resultado: Caja, Remesas Interoficina y Teleprocesos
aparecían sin irregularidades. Naturalmente, por la noche Cromwell debía
volver a cubrir el hueco que había dejado en Teleproceso por la mañana,
para que el reporte del día siguiente muestre a la fotografía de una
cuenta en orden. Y la mañana siguiente tendría, otra vez, que hacer un
forado en Teleproceso para cubrir Remesas Interoficina. Y así
sucesivamente. Cromwell debió pensar más que nunca que trabajar en un
banco era un juego.
La explicación del modus operandi es
complicada, así que aquí va la versión preescolar. Tienes dos
casilleros. En cada uno guardas un fajo mil dólares que no es tuyo. Cada
día, viene un inspector abrir los casilleros y verificar que el dinero
esté allí. Dos mil dólares en total ¿Pero qué pasa si el inspector
decide un día que ya no revisará los casilleros al mismo tiempo sino que
a las 10 am revisará uno y las 6pm el otro? Si eres honesto, no pasa
nada. Pero también puedes hacer esto: coges mil dólares, te los tiras, y
luego rotas el fajo de mil dólares de uno a otro casillero, todos los
días, religiosamente, sin falta. ¿Es posible pasar mucho tiempo así?
Cromwell Gálvez vivió en ese plan cinco años de su vida. Pasó más de mil
seiscientas noches confiando en silencio que nada le iba a ocurrir. En
todo ese lapso, sus vacaciones eran raras: los compañeros lo veían
visitar la oficina, brevemente, por mañana y por la noche.
El
descubrimiento fue maravilloso para él. Si podía camuflar
electrónicamente un hueco de 30.000 dólares, nada le impedía hacer lo
mismo con una cifra más elevada. Lo único que había que hacer era
teclear los números que se le antojasen. Tenía el método, de ahí en
adelante, el cielo era el límite.
El hombre
que en estos momentos traga un sándwich de chorizo sustrajo unos dos
millones de dólares del banco en el que trabajaba. Lo hizo sin que nadie
se diera cuenta, mediante transferencias ilícitas ejecutadas con
destreza y precisión. El dinero le servía para gustos mundanos: nigth clubs
costosos, un equipo propio de fútbol amateur que llegó a viajar a
México para jugar torneos, una orquesta, karaokes, ternos, pero sobre
todas las cosas, para llevar a la cama a las vedettes más
cotizadas, jugar a disfrutarlas, hacer que bailaran y movieran los tacos
al sudoroso ritmo de un buen fajo de billetes, ensayar con ellas muchas
posiciones y grabarlas con una cámara de video, por si algún día, de
viejo, en esa ciénaga temblorosa que –lo intuía– iba a ser el futuro, le
daba ganas de recordarlas.
—El banco me preparó muy bien, eso no
lo puedo negar. Hay gente que no aprovecha los momentos que el banco te
da para que aprendas. Yo sí lo hice.
Dice Cromwell con la boca
llena y una mirada parsimoniosa recorre en dos segundos los casi siete
años que han pasado desde la fecha en que el expediente policial
registra su primera transacción ilícita, la primera de 376. Es la
tercera vez que me encuentro con él y la libreta de apuntes se ha
llenado de dibujitos para entender bien sus transacciones. Hemos
decidido venir al Prince Pub Karaoke, un lugar que le trae muchos
recuerdos de sus días de gloria. Él no había vuelto aquí desde antes de
entrar a la cárcel, a pesar de que el local se halla a pocas cuadras de
su hogar. Este barrio no queda muy lejos del aeropuerto. Es aquí donde
Gálvez creció, un sitio de clase media que, visto desde el cielo, es
dominado por la presencia elefantiásica los campos verdes de una
universidad y del parque zoológico. A comienzos de los años noventa, la
caótica liberalización económica y el shock de inversiones
comenzaron a verse, quizás más que en ningún otro lugar de Lima, en esta
zona. La avenida principal, La Marina, empezó a poblarse de centros
comerciales, KFC, McDonald’s, pollos a la brasa,
casinos luminosos, discotecas y karaokes, clubes para caballeros y los
consiguientes hostales de paso. Todo un culto al goce efímero, a la paz
recobrada, al libre mercado, porque el libre mercado en América Latina
siempre viene en forma de neón.
—Esto está gigantesco. ¿No quieres la mitad?
Cromwell
es un hombre solidario, desprendido, servicial. Una vez que supo cómo
sacar dinero, comenzó a prestarlo. Transfirió su generosidad natural al
ámbito de la actividad delictiva. Durante los primeros dos años, creyó
con sinceridad que todo estaba bajo control. Su idea era utilizar sus
nuevas facultades para hacer préstamos y cobrar comisiones por ello.
Algún día –pensaba– iría saldando el monto debido y podría olvidarse de
todo, voltear la página y seguir su carrera ascendente, pues incluso
hoy, mientras come la mitad de un sándwich, está convencido que él iba a
llegar lejos. Muy lejos.
El empleado bancario no era bueno. Era
magnífico. ¿Tenías un problema?, ¿necesitabas ayuda? Cromwell Gálvez
hacía un depósito en tu cuenta en menos de 24 horas, sin firmar papeles
ni atar tu preciado cuello a las fauces de ese monstruo que es el
sistema bancario. No te preocupes, yo te voy a poner la plata. Págame
cuando puedas, hermano. Para eso estamos. Si eras chica, mucho mejor. Su
fama fue creciendo. Su atractivo con las mujeres llegó a niveles
inéditos. Un coreógrafo del mundo de las vedettes dice que hubo
quienes pedían dinero a cambio de presentarte al misterioso Cholo
Cromwell, ángel benefactor en mangas de camisa. Tuvo poder. Cumplió sus
deseos de diversión. Las mujeres no eran mujeres, eran moscas atraídas
por los dólares-azúcar. Él era el rey. El Romeo de Chollywood. Podían
ser las tres de la mañana, pero si él las llamaba por el celular, las
chicas tenían que ir. Era la señal de los Thundercats. «Cuando
tú tienes un poder y te rodeas de gente guapa, te sientes el rey del
mundo», dice. Todas llegaban: sabían que si no le hacían caso, perdían
sus privilegios y quedaban fuera. Y era en el mismo karaoke donde ahora
tomamos una cerveza –el sándwich de chorizo procesándose en nuestros
estómagos– donde solían reunirse todos para cantar y ponerse alegres.
Ellas hacían la vida más ligera. Ellas eran el mejor deporte, el único
capaz de acabar con la afición de jugar fulbito los fines de semana.
Pero ellas también fueron su perdición.
El
banco en el que trabajaba Cromwell Gálvez trajo a Lima a Claudia
Schiffer. Fue para promocionar la tarjeta de crédito Visa oro. Poner a
una top model como la imagen de la campaña publicitaria de un
dispositivo creado para el consumo hiperbólico es un tanto
irresponsable. Científicos de la universidad de Windsor hicieron el
siguiente experimento. Mostraron a un grupo de hombres fotografías de
mujeres. Al otro grupo, no. Luego les ofrecieron a ambos grupos elegir
entre recibir inmediatamente 50 dólares, o recibir una cantidad mayor en
el futuro. Los hombres que habían sido expuestos a las fotografías de
chicas eligieron los 50 dólares inmediatos en abrumadora mayoría. O sea,
podría decirse que los hombres adoptamos conductas irracionales cuando
nos vemos expuesto a la imagen de una mujer. Qué novedad. No pensamos en
el futuro. Cromwell Gálvez no recuerda la llegada de la modelo alemana,
pero sí recuerda el anuncio publicitario en que la Schiffer
promocionaba la tarjeta. Lo recuerda muy bien porque un día, de la nada,
le ofreció la tarjeta dorada a Marta Chuquipiondo, una amiga a quien
había conocido poco tiempo atrás: una mujer menuda, de frente ancha,
pelo largo y negro, que en el ambiente era conocida como la Mujer boa:
una bailarina que se subía al escenario con el cuerpo semidesnudo y una
culebra rodeándola. Cromwell dice que era muy liberal y ambiciosa. Al
parecer, tenía muchas ganas de una tarjeta de crédito.
—Ella se
emocionó mucho. Me dijo que si le conseguía la tarjeta, se acostaba
conmigo. Así de simple, imagínate. Pensé que estaba bromeando. Para mí
no era difícil darle una, por ser empleado del banco. Pero ella hizo la
oferta.
Cromwell dice que la mujer Boa siempre le pareció una
chica extremadamente abierta, y que por eso no le sorprendió el
ofrecimiento. Decidió aprovechar. Su versión: le dio la tarjeta un
martes y a los dos días ya estaban en un hotel. Se hicieron amigos
cariñosos, y se acercaron más cuando Martha sobrevivió a un accidente de
avión que le produjo quemaduras en el cuerpo, y consecuentes cicatrices
que luego serían consignadas en el expediente policial. Cuando Cromwell
empezó a hacer movidas para el desfalco, Marta Chuquipiondo le comenzó a
pedir préstamos. Fue la que más dinero recibió: 224 mil dólares fueron
hallados en su cuenta bancaria. Construyó una casa en una zona
campestre, compró una camioneta nueva y se hizo una operación de aumento
de busto. Hubo un factor determinante para que la amistad con Martha
haya sido tan sólida y fructífera: las amigas que ella tenía. La Mujer boa estaba en el ambiente, conocía a muchas vedettes.
Se convirtió en el contacto de Cromwell con esas mujeres, es decir, se
hizo indispensable. Ella sabía bien cuál era la debilidad de aquel
hombre de billetera gorda. Y un día, le presentó a una atractiva y
delgada vedette llamada Maribel Velarde.
Maribel Velarde decidió
darme la entrevista en un parque solitario de Salamanca, un barrio donde
la mayoría de los parques no son de los niños, sino para adolescentes
que fuman hierba, beben ron y hacen escándalo. Llevaba gafas oscuras, un
jean que le sentaba maravillosamente bien, tacos aguja y un polo que
dejaba ver su espalda descubierta. Tenía expresión inofensiva, una
mirada infantil que contrastaba con el cuerpo, un cuerpo trabajosamente
contenido en el breve espacio de su vestimenta. Una imagen que era fácil
revestir con la otra imagen del mismo cuerpo, semidesnudo en ciertas
galerías de Internet. Cuando nos encontramos, Cromwell estaba a punto de
entregarse, pero aún permanecía prófugo. Maribel negó haber tenido
encuentros sexuales con el ex cajero, solo admitió que Cromwell y ella
eran amigos.
—¿Coqueteaba contigo?
—Como cualquier hombre. Todos tenemos algo de coquetos. Hombres y mujeres. Yo tengo algo de coqueta. Tú [en este punto alzó la mirada y fijó sus ojos en mí], tú tienes algo de coqueto…
—Como cualquier hombre. Todos tenemos algo de coquetos. Hombres y mujeres. Yo tengo algo de coqueta. Tú [en este punto alzó la mirada y fijó sus ojos en mí], tú tienes algo de coqueto…
Traté de no perder la compostura. Años
después, ya libre, Cromwell me diría: «estas chicas saben hacer sus
cosas, son muy hábiles». A Maribel, la tarde soleada le sentaba bien.
Las líneas negras de dos pegasos en celestial cabalgata definían sus
trazos oscuros en la piel clara de su espalda. En el expediente policial
me enteraría que ese era solo uno de sus siete tatuajes. Le molestaba
hablar de Cromwell. Apenas alcanzó a decir que el ex empleado bancario
parecía un poco tímido, pero eso era solo hasta que entraba en
confianza. Se encontraron treinta y dos mil dólares en su cuenta
bancaria. Ella dijo que eran por presentaciones privadas, y que no tenía
los recibos correspondientes.
—¿En qué consistían las presentaciones?
—Hago jugar al público, coreografías, juegos.
—Hago jugar al público, coreografías, juegos.
Maribel
Velarde nunca pudo justificar el dinero de su cuenta bancaria. Durante
el tiempo en que había recibido los abonos, ella se compró un auto y un
terreno de doscientos metros cuadrados en una zona exclusiva de Lima.
Después de haber negado a los cuatro vientos algún contacto físico con
Cromwell, en el juicio se vio obligada a decir que sí había tenido
encuentros sexuales con el ex empleado. Tuvo que admitirlo pues era lo
que más convenía para justificar el dinero recibido. Al fin y al cabo,
no es delito recibir abonos a cambio de servicios íntimos. No es delito
vender tu cuerpo. Aun así, Maribel fue encontrada culpable, pero su pena
fue demasiado leve como para ir a prisión.
El
futuro llegó sin avisar, como un tsunami que se camufla en la borrosa
quietud del horizonte: parpadeas y mueres. Cromwell podía olerlo.
Objetivamente, no había ningún contratiempo: las transferencias seguían
su silenciosa rutina, dos empleados habían detectado las irregularidades
pero prefirieron ser cómplices: permanecían con la boca callada a
cambio de obtener sus propios beneficios. Cromwell dice con orgullo que
ellos jamás se enteraron de cómo hacía él para llevar a cabo su
jugarreta electrónica. Solo sabían que sacaba dinero, pero no la forma.
Todo parecía en calma. Pero fue en la segunda mitad del 2002 cuando el
funcionario se dio cuenta de que había prestado demasiado dinero. Según
Jorge Córdova, la Mujer boa lo presionaba para que él le hiciera
depósitos. Había perdido el control: ya no era él quien ponía las
condiciones. Eran ellas. Sus reuniones con las chicas ya no eran tanto
de placer: eran más bien un escape, una forma de olvidar la gigantesca
bomba que cada mañana él tenía que desactivar, como un súbito MacGiver
latino. No importaba que se quedara bebiendo hasta las cuatro de la
mañana, al día siguiente debía levantarse a las seis y hacer girar la
máquina invisible. En las reuniones, Cromwell se deprimía con las chicas
y les decía que todo iba a acabarse. Una vez –cuenta– estuvo con
Maribel hablando de eso.
—Chola, creo que mi reinado se va al diablo.
—¿Qué dices?, ¿por qué hablas así?
—Porque ustedes no me van a devolver la plata. Y vas a ver como mañana más tarde me voy a quedar solo.
—Mentira. Vas a ver cómo tus amigos van a estar ahí. Yo voy a estar ahí.
Pero
nadie estuvo, naturalmente. En febrero de 2003 un error de rutina
comienza a desmoronar el castillo de naipes. Cromwell Gálvez recibe un
cheque de la Telefónica, traído por quien supuestamente era un empleado
de la empresa. Siguiendo una práctica común, deja cobrar el cheque sin
pedir los requisitos reglamentarios. Es uno de los tantos favores que se
hacen en la agencia para no complicarse la vida. Pero el hombre es un
estafador. Desaparece del mapa y Telefónica acusa al banco de
negligente. Cromwell Gálvez pierde su trabajo por la falta cometida.
Pero sabe que se viene lo peor.
Y así, al cabo de cinco años, el
banco detectó el desfalco sistemáticamente perpetrado en su agencia
bancaria del aeropuerto. Antes de iniciar acciones penales, llaman a
Cromwell Gálvez y le dan la oportunidad de devolver el dinero robado.
Cromwell Gálvez toma su celular y empieza a hacer llamadas. Es hora que
sus amigas y amigos respondan por la deuda adquirida, por el dinero que
él no dudó en entregarles en calidad de préstamo.
Nadie le contestó.
El
ex empleado bancario se lamenta de lo que hizo mientras bebe un sorbo
de cerveza. La vanidad con la que ha estado hablando de sus habilidades
bancarias se ha ido apagando poco a poco, como una vieja luz blanca que
comienza a parpadear por el uso. Ahora recuerda la cárcel. Fueron tres
años que le enseñaron a controlarse y estar tranquilo. Una vez que llegó
al penal, todos lo respetaron de inmediato, no solo debido a su imagen
mediática y a la fama de la que venía precedido, sino también a su
habilidad para jugar al fútbol. También era rápido con las manos. Ganó
un campeonato de futbolín de mesa. La cárcel tenía una organización
política interna y Cromwell le tocó estar en la cima. Fue delegado de
Fiscalización, delegado de Economía y Delegado General de su pabellón.
Prohibió las apuestas en los deportes, porque eso desvirtuaba el
espíritu de competencia sana. «La gente se quería matar por una moneda».
Conoció a peces gordos del Grupo Colina –los asesinos paramilitares de
la época de Fujimori–, a los hombres de Montesinos, a timadores, y se
refiere a todos como gente de la que guarda el mejor recuerdo. Conoció
también a un colombiano que estafaba a incautos haciendo depósitos de
mentira en cuentas bancarias: eran préstamos artificiales que aparecían
en una pantalla pero que nunca llegaban físicamente. El hombre cobraba
su comisión y se hacía humo. Cromwell habla de él con un inocultable
respeto, aunque apunta que una cosa es trabajar con el respaldo de una
mafia internacional y otra muy distinta es hacer las cosas solo. En la
cárcel donde un día fui a verlo arriesgándome a que ser mal recibido,
Cromwell soportó el adiós de su novia, recibió la noticia de la muerte
de su abuelo, recibió su sentencia, y recibió también la visita de
Maribel Velarde para la celebración del día del padre. Ella lo sacó a
bailar y le quitó la camisa mientras los otros presos alentaban el
número artístico preparado por la vedette.
A Cromwell Gálvez siempre le gustaron los números.
En
el Prince Pub Karaoke, una mujer prueba el micrófono y canta muy mal.
Cromwell Gálvez dice que el lugar está igualito, aunque hace tres años,
en esos días en que el cajero aparecía con frecuencia en los tabloides,
alguien había escrito en el baño algo muy feo sobre la Mujer boa,
y eso ya no está. Una nueva bebida energizante va a entrar al mercado y
le han ofrecido un trabajo de promoción en ventas. Ningún banco le
permite abrir una cuenta de ahorros por sus antecedentes, aunque
Cromwell cree que los bancos no deberían cerrarle las puertas pues él
podría serles útil para detectar las cochinadas internas de sus
empleados. Tiene mucho tiempo libre. Por las tardes entra a Internet
para conocer gente. Su página de Hi5 dice: «SOY UNA PERSONA ALEGRE
EMPRENDEDORA QUE SIEMPRE LE GUSTA LLEGAR A SUS METAS, ME GUSTA LA
MUSICA, EL CINE, PRACTICO EL DEPORTE, FÚTBOL, BASQUETBOL, MO ME GUSTA LA
NEGATIVIDAD… ME ENCANTAN LAS MUJERES». Suele conectarse al messenger con el nick El trabajo dignifica al hombre.
Aunque ahora es eso precisamente lo que anda buscando, porque lo que ha
hecho hasta ahora es confeccionar joyas —aprendió en prisión— y eso no
da para comer: collares, pulseras, aretes. Son joyas de fantasía.
Las
cosas han cambiado en estos años. Eva María Abad está prófuga y vive en
Estados Unidos. Maribel Velarde fue condenada a libertad condicional, y
ha debutado como actriz en el teatro, mostrando más que tatuajes en la
obra Baño de Damas. Después de haber pasado casi tres años huyendo de la
justicia, Martha Chuquipiondo se entregó y está recluida en la cárcel
de mujeres del distrito costeño de Chorrillos. Su salud no es buena.
Pesa 47 kilos y vomita lo que come. Desde la prisión, ha llamado por
teléfono a su ex amante Cromwell Gálvez. Quería decirle feliz Navidad.
Ahora
pido la cuenta. Pago con dólares y me entregan un billete de 20 de
vuelto. El local está oscuro, no veo bien, y en esta ciudad hay que ser
desconfiado con los dólares. Sobre todo en esta zona de casinos y neón.
Le doy el billete a Cromwell. «¿Está bueno?». Cromwell Gálvez hace una
caricia fugaz con las yemas de los dedos. Sonríe.
—Está perfecto.
Esta
crónica fue finalista del Premio Nuevo Periodismo 2008 que forma parte
de la antología Nueva Crónica Latinoamericana (Alfaguara, 2012).
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