viernes, 5 de septiembre de 2014

Cromwell Gálvez. El cajero generoso y su delito mayor: robo por fantasía - Por Juan Manuel Robles

Cromwell Gálvez

El cajero generoso y su delito mayor: robo por fantasía 

Por Juan Manuel Robles

El protagonista de esta historia hizo que me detuvieran en la cárcel. Él no lo recuerda, fue hace tiempo. La única vez que lo visité en la céntrica prisión en la que lo encerraron, Cromwell Gálvez huyó de mí y se apresuró a decir que no hablaba con la prensa. Le habían quitado la libertad pero la fama insistía en quedársele, no podía sacársela de encima ni dentro de los cuatro muros de una celda. Cromwell, el hombre que había robado un banco durante años solo para poder acostarse con las vedettes más deseables de Lima, estaba finalmente preso y las carátulas de los diarios populares seguían poniendo su fotografía junto a letras grandes multicolores. Yo había dado su nombre en la entrada del penal diciendo que era su amigo, arriesgándome a lo que a veces nos arriesgamos los reporteros: a que la persona que buscas te reciba mal. Había guardado la esperanza de que adentro podría manejar la situación portándome cortés, pero Cromwell Gálvez se mostró nerviosamente hostil y dijo que solo recibía a familiares. No fue lo único que hizo. Se quejó ante los guardias del penal y ellos le hicieron caso: me detuvieron y el castigo consistió en dejarme cuatro horas encerrado por gracioso. No hay nada que moleste más a un uniformado que un periodista que se hace pasar por otra cosa. A la hora de salida, mientras avanzaba y creía confundirme con la fila de visitantes, alguien me cogió del brazo y me dijo: usted se queda. Me condujeron a una oficina diminuta y allí empezó el interrogatorio. Mientras un efectivo de traje plomo tomaba mis declaraciones, pude ver, a través de la abertura de la puerta, la imagen del interno Cromwell Gálvez hablándole a otro oficial. Asomaban sus ademanes de queja, una expresión de hartazgo en la mirada, cierta indignación bajo el pelo grasiento. ¿Es que cualquier periodista entra aquí como si nada? El oficial hacía gesto de mea culpa. Era fácil entender que el interno tenía cierta clase de cercanía con él, cierta llegada o conexión que atenuaba la frontera típica que hay entre un preso y su celador. Años más tarde entendería que el motivo de tanta amabilidad era inocente: esos oficiales eran los mismos que, un día, le habían pedido al nuevo y simpático recluso Cromwell Gálvez que les contara eso. Eso de las vedettes.
Y Cromwell, sonriente, les había empezado a contar la historia que lo ha hecho famoso. La de las chicas. De cómo robar un banco durante cinco años sin que nadie se dé cuenta con el único móvil de inaugurar una nueva modalidad criminal: robo por fantasía. Disparar billetes como ráfagas y así preparar orgías suculentas. Un día eres un correcto empleado bancario y al día siguiente una sorpresa electrónica de cinco cifras en la pantalla de la computadora cambia tu vida. Luego tienes dinero. Lo gastas, lo prestas, ayudas a la gente, eres bueno, te quieren. Te acuestas con ellas, con todas las que imaginaste. Te diviertes como un chancho. Luego te descubren, todo se va a la mierda y sales en la prensa. En primera plana. Una historia suficientemente poderosa como para tener de qué hablar de por vida, o, al menos, para hacer nuevos amigos en cualquier parte, incluso en la cárcel donde te encierran y donde un periodista sin modales te busca en pleno domingo familiar. Cromwell le dio la mano al uniformado y subió a su celda. Los oficiales me dejaron salir del centro penitenciario recién a las nueve de la noche, dándome la cariñosa recomendación de no regresar por allí. Un fuerte ruido, el ruido universal del portón de hierro de una prisión cerrándose, fue la señal de que ya estaba en la calle. Anoté en la libreta una frase que entonces se hizo urgente: «Mientras escribo esta historia, Cromwell Gálvez se acostumbra a la cárcel». Pasarían años antes de volver a verlo.